La ley seca
Bueno, ahora sabemos el éxito que tuvo la enmienda dieciocho. No sólo no evitó que la gente bebiera, sino que contribuyó a crear las grandes bandas de malhechores que actualmente son casi tan poderosas como el gobierno.
Siempre habíamos tenido la cantidad normal de carteristas, falsificadores, atracadores de bancos, apaleadores de esposas y toda la clase de delincuentes menores. No obstante, ¿por qué habría que robar el bolso de una anciana o quitarle las monedas a un ciego que mendigaba, cuando era posible hacer millones fabricando licores falsificados? A pesar de la enmienda dieciocho y de la desaparición paulatina del whisky auténtico, la gente seguía estando sedienta y ávida de beber un trago de vez en cuando. Sin embargo el gobierno, con su sabiduría acostumbrada, en lugar de permitir a sus ciudadanos beber moderadamente como damas y caballeros, consiguió que el whisky que bebíamos estuviera hecho de madera que hacía dos semanas a lo sumo estaba aún en el bosque.
Millones de personas, abstemias de toda la vida, que nunca habían estado en un bar o en un cabaret y que eran indiferentes a los placeres de un combinado o de un martini, sintieron de repente ansias de probar el alcohol. Yo estaba entre aquellos millones. Jamás había bebido antes del 16 de enero de 1920. No se trataba de que lo desaprobara desde el punto de vista moral, sino de que no me gustaba el sabor de aquella materia. De hecho, sigue sin gustarme. Bebo de vez en cuando, en las fiestas, a fin de evitar que me atrapen sobrio. Pero con la llegada de la prohibición llegué a la conclusión de que, si el alcohol era ilegal, tenía que haber algo en él que yo nunca había descubierto.
El día en que se implantó la gran estupidez, empecé a dedicar una buena parte de mi tiempo a negociar con contrabandistas de camisas de seda el suministro de su aguado mejunje envasado en botellas de marcas caras. Me aseguraban que el material procedía «directamente del barco». Por el modo como me quemaba el gaznate cuando descendía, supongo qué procedía directamente del barco... raspado concretamente de los costados y luego embotellado.
Groucho MARX, Groucho y yo, Tusquets Editores, Barcelona, 1995.