Había una perversa mujer que murió sin dejar a su espalda la menor sombra de virtud. El Diablo se apoderó de ella y la arrojó al Lago de Fuego. Su Ángel de la Guarda se devanaba los sesos para recordar alguna buena obra de la condenada y poder referírsela a Dios. Al fin, se acordó de que una vez la mujer había dejado que un mendigo se comiera una cebolla podrida que había quedado después de la cosecha. El Ángel le dijo al Señor: «Dio una cebolla de su campo a un mendigo.» Dios le contestó. «Toma esta cebolla y tiéndesela a la mujer del Lago para que se aferre a ella. Si consigues sacarla, irá al Paraíso; si el tallo de la cebolla se rompe, la pecadora se quedará allí donde está.»
El Ángel corrió hacia el Lago de Fuego y le tendió la cebolla a la mujer. «Toma —le dijo—. Cógete fuerte.» El Ángel empezó a tirar con cuidado y pronto estuvo la mujer casi fuera. Los demás pecadores, al ver que sacaban del Lago de Fuego a la mujer, se aferraron a ella para aprovecharse de su suerte. Pero la mujer, en su maldad, empezó a darles puntapiés. «Es a mí a quien sacan y no a vosotros; la cebolla es mía y no vuestra.» En este momento, el tallo de la cebolla se rompió y la mujer volvió a caer en el ardiente Lago, donde está todavía. El Ángel se marchó llorando...
Fiodor DOSTOIEVSKI, La cebolla