Carlos II nació débil y con signos visibles de degeneración, con flemones en las mejillas y costras en la cabeza. Padeció el síndrome de Klinefelter que comporta niveles inadecuados de testosterona, disfunción testicular, hipogenitalismo, ginecomastia (que no padeció), trastornos conductuales, diabetes y bronquitis crónica en la edad adulta. Tuvo crisis epilépticas y convulsiones idiopáticas (o sea, que los médicos no tenían ni idea de a qué se debían), padeció raquitismo por falta de vitamina D y de vida al aire libre (por miedo a los resfriados), padeció infecciones respiratorias, sarampión, varicela, rubeola y viruela, gastroenteritis recurrente, infecciones urinarias, hematurias (hemorragias en la orina) y cólicos renales, además de envejecimiento prematuro (a los 28 años era ya un anciano). Su muerte supuso para el pobre enfermo una liberación, y para España una Guerra de Sucesión de la que, aún hoy, no parece que se hayan terminado todas sus consecuencias.
Javier SANTAMARTA, La monarquía enferma.
Voz Pópuli, viernes 27 de septiembre de 2013.