Había una vez un hombre muy rico que habitaba un gran castillo cerca de una aldea. Quería mucho a sus vecinos pobres y siempre estaba ideando medios de protegerlos, ayudarlos y mejorar su condición. Plantaba árboles, hacía obras de gran importancia, organizaba y pagaba fiestas populares, y junto al árbol de navidad que preparaba para sus hijos hacia colocar otros con regalos para los niños de la vecindad. Pero aquella pobre gente no amaba el trabajo, y esto les hacía esclavos de la miseria.
Un día el dueño del castillo se levantó muy temprano, colocó una gran piedra en el camino de la aldea y se escondió cerca de allí para ver lo que ocurría cuando pasara la gente.
Poco después pasó un hombre con su vaca. Gruñó al ver la piedra, pero no la tocó. Prefirió dar un rodeo, y continuó enseguida su camino. Pasó otro hombre tras el primero, e hizo lo mismo. Después siguieron otros.
Todos mostraban disgusto al ver el obstáculo y algunos protestaban con él; pero ninguno lo removió.
Por fin, ya cerca del anochecer, pasó por allí un muchacho, hijo del molinero.
Era trabajador y estaba cansado a causa de la faena del día. Al ver la piedra, dijo para sí: "La noche va a ser oscura, y algún vecino se va a lastimar contra esa piedra. Es bueno quitarla de ahí". Y en seguida empezó a trabajar para quitarla. La piedra pesaba mucho, pero el muchacho empujó, tiro y se dió trazas para irla rodando hasta quitarla de en medio.
Entonces vio con sorpresa que debajo de la gran piedra había un saco lleno de monedas de oro. El saco tenía un letrero que decía: Este oro es para el que quite la piedra.
El muchacho se fue contentísimo con su tesoro, y el hombre volvió también a su castillo, gozoso de haber encontrado un hombre de provecho que no huía de los trabajos difíciles, y que pensaba en el beneficio de los demás.