Nacer con cuarenta y tres años me aportó una inusitada madurez que hube de hacer valer nada más asomar por entre las piernas de mi madre. Yo, que ya había leído a Gil de Biedma, conocía las dimensiones de este teatro que es la vida y raudo, di las buenas tardes con timidez, afanándome por parecer educado.
Mi madre me aceptó sin reservas, mas mi padre, algo celoso, insistió en ver mi cartilla de la mili antes de otorgarme el apellido. Corrían tiempos de bonanza y, apenas nos acostumbramos a sostener el trabajoso triángulo escaleno de nuestra vida en común, mi madre anunció que tendría un hermanito. Así es que —aunque pensándolo bien, nunca se sabía— comencé a hacerme a la desagradable idea de dejar de ser el pequeñín de la casa.
Mikel Aboitiz, Celos.