Mi madre no paraba de decirme que tenía que convertirme en loba. A ella y a mi padre les había ido bastante mal como corderos. Siempre agachando la cabeza. Siempre huyendo.
Por lo tanto, sólo porque mi madre me lo pidió, me puse una piel de loba. Hice que me afilaran los dientes. Dejé de balar y aprendí a aullar. Superé mi miedo a pasar todo el día rodeado de feroces lobos. Venciendo mi asco, me acostumbré a comer carne.
Todo lo hice porque me lo pidió mi madre, porque la amaba y la respetaba. Devorarla formaba parte de mi disfraz de loba. No entiendo por qué se enfadó tanto cuando le di el primer mordisco. ¿Por qué me pidió que parara? No podía parar. La manada entera me estaba mirando. El lobo que había acercado su hocico al mío me observaba.
Juan Pedro Ortega Sánchez, Loba.