Comenzó con los pies. Fue el día en que, oculto en el interior del pan, encontró un afilado cuchillo. Durante un tiempo, se preguntó quién podía haberla dejado allí: todos sus sirvientes –sus cómplices, según el tribunal– habían sido condenados a muerte y sus familiares, aunque habían conseguido que no la decapitaran, la habían acabando repudiando cuando supieron que nunca lograrían heredar sus bienes. Pronto comprendió que el rey Matías la estaba invitando a quitarse la vida. No lo hizo la cautiva –no de forma inmediata. Se rasgó el brazo y bebió la sangre que manaba de la herida. Le supo deliciosa. Poco después se cortó el pie derecho y lo devoró. Estaba suculento. Casi había comenzado a olvidar lo bien que sabía la carne humana. Los siguientes días y semanas siguió con el otro pie, la pierna derecha, la pierna izquierda. En ocasiones, tuvo que luchar contra las ratas que querían participar en el festín. No dejaba de excitarle contemplar los ojos asustados de su carcelero, que no podía creer que se estuviera devorando a sí misma. La prisionera se comió la mano izquierda. Estaba sabrosa. Se cortó los pechos. Apetitosos. Casi lamentó tener sólo dos. Pasaron los meses. La prisionera seguía su festín. Se cortó trozos del rostro y los devoró. Toda una delicatesen. Por fin, se arrancó la lengua. El manjar supremo. Siguió con el torso.
Por fin, un día, el carcelero se asomó al interior de la celda y no vio nada. La prisionera, Isabel Báthory, había terminado de devorarse a sí misma.