Schliemann tenía ocho cuando anunció solemnemente en familia que se proponía redescubrir Troya y demostrar, a los profesores de Historia que lo negaban, que esa ciudad había existido realmente. Tenía diez cuando escribió en latín un ensayo sobre este tema. Y dieciséis cuando pareció que toda esta infatuación se le había pasado del todo. Efectivamente, se colocó de dependiente en una droguería, donde con seguridad no había descubrimientos arqueológicos que realizar, y a poco embarcó no hacia la Hélade, sino hacia América, en busca de fortuna. Tras pocos días de viaje, el buque se fue a pique y el náufrago fue salvado en las costas de Holanda. Quedóse allí, viendo en aquel episodio una señal del destino, y dedicóse al comercio. A los veinticuatro años era ya un comerciante acomodado, y a los treinta y seis un rico capitalista, del cual nadie había sos pechado jamás que entre un negocio y otro hubiese seguido estudiando a Homero.
De improviso cerró banco y tienda y comunicó a su mujer, que era rusa, su propósito de ir a establecerse en Troya. La pobre mujer le preguntó dónde estaba aquella ciudad de la que jamás había oído hablar y que, en realidad, no existía. Enrique le mostró en un mapa dónde suponía que estaba, y ella pidió el divorcio. Schliemann no hizo objeciones y puso un anuncio en un periódico pidiendo otra esposa, a condición de que fuese griega. Y de entre las fotografías que le llegaron eligió la de una muchacha que tenía veinticinco años menos que él. Se casó con ella según un rito homérico, la instaló en Atenas en una villa llamada Belerofonte, y cuando nacieron Andrómaca y Agamenón, la madre tuvo que sudar tinta para inducirle a bautizarlas. Enrique se avino a ello sólo a condición de que el cura, además de algún versículo del Evangelio, leyese durante la ceremonia alguna estrofa de la Ilíada. Sólo los alemanes son capaces de estar locos hasta tal punto.
En 1870 se encontraba en aquel asolado y sediento rincón noroeste del Asia Menor donde Homero afirmaba, y todos los arqueólogos negaban, que Troya se hallaba sepultada. Necesitó un año para obtener del Gobierno turco permiso para iniciar las excavaciones en una ladera de la colina de Hisarlik. Pasó el invierno, con un frío siberiano, practicando hoyos con su mujer y sus excavadores. Tras doce meses de esfuerzos inútiles y de gastos delirantes, como para desanimar a cualquier apóstol, un buen día un pico chocó con algo que no era la piedra de costumbre, sino una caja de cobre que, al ser abierta, reveló a los ojos exaltados de aquel fanático lo que él llamó en seguida "el tesoro de Príamo".
Después, armado del más antiguo de todos los Baedeker, el Periégesis, de Pausanias, quiso demostrar al mundo que Homero no sólo había dicho la verdad acerca de Troya y de la guerra que en ella se había desarrollado, sino sobre sus protagonistas. Y con gran entusiasmo se puso a buscar, entre las ruinas de Micenas, la tumba y el cadáver de Agamenón.
Indro MONTANELLI, Historia de los griegos, Plaza y Janés, Barcelona, 1996.