Durante años, se enfrentaron en un duelo de palabras del que sólo eran espectadores media docena de eruditos cordobeses. Ibn al-Arif logró imponerse. El hayib acabó condenando al exilio al inefable Said al-Bagdadí. El triunfo, empero, no fue total: la biblioteca califal seguía conteniendo los libros de Said. Era una amenaza permanente para Ibn al-Arif, un peligro que impedía que éste descansara. Said no estaba ya en Córdoba, pero sí sus palabras. No siempre podría evitar que lo leyeran. Había que hacer algo.
Un día, de madrugada, Ibn al-Arif hizo transportar todos los volúmenes de Said al-Bagdadí a un carro. Sólo algunos hortelanos madrugadores recorrían las calles. Said condujo el carro hasta el puente romano. Allí arrojó los volúmenes de Said al río Guadalquivir. Uno a uno. Morosamente. Con satisfacción observó como se hundían en el agua.
Tal vez la alegría de Ibn al-Arif habría sido mayor si hubiera sabido que su archienemigo, que se había refugiado en Sicilia, moría el mismo día en que murieron sus libros.
Dios no quiere que las victorias sean definitivas. Grandes desgracias cayeron sobre Córdoba. El califa fue depuesto y unos bárbaros del Atlas, los ziríes, destruyeron la grandiosa biblioteca que había comenzado a recopilar al-Hakam. Los libros de Ibn al-Arif ardieron despiadadamente.
Todavía muchos años más vivió Ibn al-Arif. A veces, cuando paseaba por las orillas del río, creía escuchar al Guadalquivir leer los libros de Said al-Arabí.