El día 10 de junio de 1603 pasaba por las calles de Valladolid un entierro que se dirigía desde el convento de padres dominicos de Belén a la iglesia de San Pablo. La noche anterior había llegado el ataúd de Buitrago, y ahora iban a su lado los representantes de todas las órdenes del clero, del cabildo de la ciudad y, tras ellos, vestido de pontifical, el obispo de Valladolid seguido de los presidentes y miembros de los Consejos, los grandes de España, el arzobispo de Zaragoza y el cardenal de Toledo.
¿Quién iba dentro de aquel ataúd?
Sólo unos ladrillos cuyo peso correspondía aproximadamente al del cadáver de la duquesa de Lerma, la cual había ocupado el féretro la noche anterior, siete días después de su fallecimiento. Las discusiones sobre si la enterraban en Medinaceli —como ella había deseado— o en Valladolid —como al duque le convenía— fueron muy largas, el camino de Buitrago a Valladolid muy penoso y, al llegar al convento de Belén, el cadáver despedía un hedor tal que fue preciso enterrarlo aquella misma noche.
Pero el duque de Lerma no podía renunciar a la pompa y el boato de que, por lo menos el ataúd, pasara por las calles de la capital de España, seguido de dignidades, potestades y grandezas.
Carlos Fisas, Historias de reyes y reinas, Planeta, Barcelona, 1988.