Desde el delta hasta la lejana Nubia, el país está lleno de estatuas. Hay una en cada región, en cada ciudad, en cada aldea. Al faraón la gusta mirarlas porque ve al joven que ya no es, al monarca recién coronado que perseguía la prosperidad de Egipto. Las estatuas proclaman éxitos espurios contra los libios, contra los cananeos, contra los feroces hititas. Las estatuas permitirán que su memoria no desaparezca jamás; le harán inmortal. El faraón confía en que, dentro de cien generaciones, será recordado como el monarca justo y benévolo que nunca fue.
