Cerró los ojos, sopló las velas, pero no pidió deseo alguno. Desmontó el móvil del palo selfie y envió la fotografía a sus hijos, que por la mañana le habían llamado con las excusas de siempre, así creerían que no lo había celebrado sola. No volvió a congelar la tarta de nuevo, ya que no le haría falta para el próximo año.
Lo tenía todo pensado. Vació el arcón congelador de la cocina, se metió en su interior, dejó caer la tapa y sonrió. Solo pensaba que no se fuese la luz, para que cuando por fin acudiesen a verla la encontrasen feliz.
Javier Puchades, Otro día iremos.