Estaba indignada. Hacía tres horas que había pedido a Mollie, su criada, que fuera a preguntar qué estaba pasando. Todavía no había regresado.
Nunca imaginó Lady Packington que aquel viaje resultaría tan penoso. Los primeros días había acudido al comedor junto al resto del pasaje de primera. Sin embargo, no soportaba a esos americanos vulgares que alardeaban de sus millones: le recordaban al patán de su yerno. Había acabado recluyéndose en su camarote. Mollie se encargaba de traerle la comida y de atenderla. Sólo quería llegar pronto a Nueva York.
Hacía unas horas, aquel horroroso ruido la había despertado. Más tarde, escuchó gritos, una sirena. Tuvo que enviar a Mollie para que preguntara qué diantres estaba ocurriendo.
Lady Packington no se alarmó cuando advirtió que el barco se estaba escorando. Sólo comenzó a pensar que algo grave ocurría cuando por debajo de la puerta penetró el agua.
–¡Mollie! ¡MOLLIE!