Hoy ha vuelto a ocurrirme. Después de una noche agitada, me he despertado de nuevo convertido en un monstruoso insecto. Mi primer pensamiento ha sido llamar a mi jefe para reportarme enfermo, pero en realidad no hay nada que me impida acudir a mi trabajo y esto ha terminado por ser tan pasajero como una gripe, así que, con un leve gesto de disgusto, he arrojado las cobijas al suelo con mis pequeñas patas, he devorado de prisa unas cuantas hojas verdes del jardín y he salido, dispuesto a enfrentarme al mundo.
En el colectivo, he viajado junto a un enorme enjambre de hormigas, todas ellas marchando ordenadas a sus confortables hormigueras, perfectamente sincronizadas. He cedido el puesto a una vieja termita que no paraba de refunfuñar y me he arrastrado ante mi jefe. En la oficina, nadie ha parecido sorprenderse por mi repentino cambio, todos me miran con sus enormes ojos compuestos y chasquean sus mandíbulas, fastidiados. Mi superior mismo es un enorme ciempiés que corretea impaciente mientras nos ordena apresurarnos con la labor.
Cuando por fin salgo de la asfixiante colmena, es ya de noche y camino a casa, decido visitar a mi psiquiatra. Según su riguroso criterio de viejo moscardón, todo esto me ocurre por leer a un sombrío escritor de un país que ya no existe, predice que algún día vendrá el Gran Fumigador para arreglarlo todo y luego de restregarse impaciente las escuálidas antenas, se marcha volando por la ventana.
Daniel Castillo, Metamorfosis cotidiana.