—Soy Publio Cornelio Escipión, de la gens Cornelia, hijo del cónsul homónimo que, junto a mi tío Cneo, dirigió las tropas en Hispania antes que yo y que venció a Asdrúbal Barca en Dertosa. He sido tribuno militar y, por gracia del Senado, ostento el mando superior en Hispania de las huestes del magno pueblo romano.
Adinveles interpretó que Escipión se había presentado de esa forma con la intención de que él hiciera lo propio y, a pesar de haber previsto el encuentro, no tenía preparado ningún saludo. La alcurnia de la estirpe de Adinveles no era tan impresionante y su subconsciente no estaba por la labor de humillarse en su primera entrevista con tan digno personaje.
—Yo soy del no menos orgulloso pueblo de los oretanos, enconados defensores de su libertad. Ya Amílcar Barca, el famoso rayo cartaginés y padre de Aníbal, Asdrúbal y Magón Barca, pereció hace veintidós años en la celada que uno de nuestros reyes, el célebre Orinsino, organizó en amparo de nuestras posesiones. Tengo entendido que vuestro padre murió en la batalla que se produjo cerca de Kástulo, en los dominios de mis hermanos, en la Oretania al sur de la Sierra Lóbrega por cuyo desfiladero, al que vosotros llamáis Saltus Castulonensis, se despeñan bestias y hombres.
Nada más acabar la oración, Adinveles se percató de que sonaba más ruda de lo pretendido y, reconociendo al instante su metedura de pata, trató de enmendarlo aprovechando el estupor de las facciones de Escipión:
—Con ello quiero deciros que tal es la grandeza de mi amada tierra que grandes hombres de grandes potencias yacen en ella. Mi padre también falleció en tierra extranjera, señor.
Escipión arrugó las cejas y retuvo su réplica. No sabía si el oretano le estaba desafiando, si era un bárbaro que desconocía las reglas de la cortesía, si quería insultarle o si buscaba congraciarse con una supuesta orfandad compartida. Lo que resultaba claro es que no se dejaba amilanar por su cargo y fama, al menos aparentemente. De una manera que no llegaba a comprender, le sedujo la respuesta orgullosa del hispano y decidió sacar elementos de juicio de sus siguientes interlocuciones.
—¿Vuestro nombre es?
—Adinveles, disculpad mis malos modos, noble romano.
—¿En qué batalla murió vuestro padre? —preguntó Escipión—: Espero que no fuera a manos de conciudadanos míos. Tengo entendido que era mercenario.
—Lo fue, pero se cansó pronto de la prepotencia cartaginesa, insultó a un capitán y este hizo que lo despeñaran por un barranco.
—No le tendréis mucha estima entonces a los púnicos, supongo —prosiguió el romano con el interrogatorio.
—El insulto fue grave y yo no soy hombre rencoroso. Mi padre tendría que haberse mordido la lengua —replicó el íbero despreocupado—. Lo peor es que no pude darle un funeral digno.
—Entonces, ¿llegasteis a combatir contra nosotros? ¿A cuántos romanos matasteis?
—Puedo aseguraros que no he matado a ningún ciudadano romano en mi vida, al menos que yo sepa. Serví un tiempo a los cartagineses, como pude haber servido a los romanos.
Jesús CALZADO DÍAZ, El mercenario oretano, De librum tremens, Madrid, 2010.