El Gobierno de Brasil publicó el lunes pasado en el Diario Oficial de la Unión que recortará, en las cuatro prisiones federales en las que están confinados los reclusos más relevantes del país, cuatro días de condena por libro leído durante un mes. Si los penados son diligentes podrán ver reducida su condena en 48 días por año, si consiguen leer 12 obras y redactar sus correspondientes informes. No valdrá cualquier cosa. En la nota se explica que en esos textos deben “hacer un uso correcto de los párrafos, estar libre de correcciones y utilizar los márgenes y una escritura legible”.
No es poca cosa si se tiene en cuenta que de los 513.000 reclusos que hay en Brasil, sobre una población de 191 millones de habitantes, un informe de 2005 aseguraba que un 70% de ellos no había completado la escolarización básica. Tampoco sirve cualquier libro. Solo valen los de literatura, filosofía, ciencia y los clásicos. La idea que alienta la iniciativa es que nunca viene mal ilustrarse un poco.
Para los que creen que la lectura es capaz de transformar a una persona, la medida es oportuna, sobre todo si consideran que el cambio que produce es para bien. Los más escépticos seguro que aceptan que, cuando menos, mientras estén embarcados en un libro los presos no tendrán tiempo de hacer cosas peores. No conviene olvidar tampoco que la iniciativa ayudará al sector editorial, cada vez más frágil por la crisis: las bibliotecas de esas cuatro cárceles federales tendrán que estar mejor surtidas.
Falta saber si se tendrá en cuenta el tamaño de cada libro. ¿Colará Paulo Coelho, que tanto éxito tiene en Brasil, como literatura, o los funcionarios tendrán criterios más rigurosos? ¿Servirán los libros de autoayuda, que tanto se consumen hoy, si se los hace pasar por filosofía? ¿Valen como ciencia esas colecciones de hechos prodigiosos que se disfrazan con los ropajes del rigor académico? ¿Se aceptará como clásico un resumen de la Biblia hecho en cómic? El diablo está en los detalles, y habrá que ver cuán exigentes son los reglamentos para otorgar esa bendición de cambiar condena por un poco de ilustración. Eso sí, siempre que los presos no consideren la lectura un castigo más severo que los trabajos forzados.
El País, sábado 30 de junio de 2012.
No es poca cosa si se tiene en cuenta que de los 513.000 reclusos que hay en Brasil, sobre una población de 191 millones de habitantes, un informe de 2005 aseguraba que un 70% de ellos no había completado la escolarización básica. Tampoco sirve cualquier libro. Solo valen los de literatura, filosofía, ciencia y los clásicos. La idea que alienta la iniciativa es que nunca viene mal ilustrarse un poco.
Para los que creen que la lectura es capaz de transformar a una persona, la medida es oportuna, sobre todo si consideran que el cambio que produce es para bien. Los más escépticos seguro que aceptan que, cuando menos, mientras estén embarcados en un libro los presos no tendrán tiempo de hacer cosas peores. No conviene olvidar tampoco que la iniciativa ayudará al sector editorial, cada vez más frágil por la crisis: las bibliotecas de esas cuatro cárceles federales tendrán que estar mejor surtidas.
Falta saber si se tendrá en cuenta el tamaño de cada libro. ¿Colará Paulo Coelho, que tanto éxito tiene en Brasil, como literatura, o los funcionarios tendrán criterios más rigurosos? ¿Servirán los libros de autoayuda, que tanto se consumen hoy, si se los hace pasar por filosofía? ¿Valen como ciencia esas colecciones de hechos prodigiosos que se disfrazan con los ropajes del rigor académico? ¿Se aceptará como clásico un resumen de la Biblia hecho en cómic? El diablo está en los detalles, y habrá que ver cuán exigentes son los reglamentos para otorgar esa bendición de cambiar condena por un poco de ilustración. Eso sí, siempre que los presos no consideren la lectura un castigo más severo que los trabajos forzados.
El País, sábado 30 de junio de 2012.
Artículo completo