Yo tenía que nacer en invierno, pero como hacía mucho frío y en mi casa no tenían estufa, me estuve esperando para nacer en verano, con el calorcito. Así que nací por sorpresa. En mi casa, ya ni me esperaban. Mi madre había salido a pedir perejil a una vecina, así que nací solo, y bajé a decírselo a la portera. Dije: “¡Señora Julia. Soy niño!” Y dijo la portera: “Bueno, ¿y qué?” Dije: “¿Cómo que y qué? Que he nacido y no está mi madre en casa, y a ver quién me da de mamar”.
Y me dio de mamar la portera, poco porque estaba ya la pobre que ni para un cortado, de joven había sido nodriza y había dado de mamar a once niños y a un sargento de caballería, que luego ni se casó con ella ni nada. Un desagradecido, porque me enteré que era un tragón, que cuando mamaba mojaba bizcochos en la teta.
Después de que la portera me dio de mamar, me fuí a mi casa y me senté en una silla que teníamos para cuando nacíamos y cuando vino mi mamá con el perejil, salí a abrir la puerta y dije:“¡Mamá, he nacido!” Y dijo mi mamá: “¡Que sea la última vez que naces solo!” Entonces le escribimos una carta a mi papá, que trabajaba de tambor en la Orquesta Sinfónica de Londres, y vino y se puso muy contento porque hacía más de dos años que no venía por casa. Y dijo: “Ahora sí que hay que trabajar”, porque ya éramos muchos en mi casa.
Éramos siete hermanos, mi papá, mi mamá y un señor de marrón, que no le conocía nadie y que estaba siempre en el pasillo. Le vendimos el tambor a unos vecinos, que no tenían radio ni gramófono, y con el dinero que nos dieron por el tambor, en lugar de gastárnoslo en champaña y en taxis y eso, lo echamos a una tómbola y nos tocó una vaca. Nos dieron a elegir la vaca o doce pastillas de jabón, y dijo mi padre: “La vaca que es más gorda”. Y dijo mi madre: “Tú, con tal de no lavarte, lo que sea”. Y nos quedamos con la vaca. La llevamos a casa y le pusimos de nombre Matilde, en memoria de una tía mía que se había muerto de una tontería. Mi tía se murió porque tenía un padrastro en el dedo gordo, empezó a tirar y se peló toda. La vaca la pusimos en el balcón para que tuviera la leche fresca. Se conoce que tenía un cuerno flojo, se le cayó a la calle y se le clavó en la espalda a un señor de luto. Al poco rato llamaron al timbre y cuando salió mi papá a abrir la puerta dijo el señor de luto: “¿Es de usted este cuerno?” Y dijo mi papá: “¡Yo qué sé!” Porque mi padre era muy distraído. Total, que el señor de luto se murió y a mi papá lo metieron preso por cuernicidio. Se escapó un domingo por la tarde que estaba lloviendo y no había taxis y empezó a gritar: “¡Estoy libre! ¡Estoy libre!” ¡En qué hora se le ocurrió gritar que estaba libre! Se le subieron ocho encima. Ahí murió, en el tumulto.
Entonces, como éramos muy pobres, mi madre hizo lo que se hacía en aquella época con los niños huérfanos. Nos fue abandonando por los portales. A mí me abandonó en el portal de unos marqueses que eran riquísimos, tenían corbatas y sopa y cuando estaban enfermos se hacían las radiografías al óleo, y en la cisterna del retrete ponían agua mineral. Por la mañana salió el marqués, me vio, me levantó y me preguntó cómo me llamaba. Dije: “Como soy pobre, sólo me llamo Pedrito”. Y dijo: “Pues desde hoy te vas a llamar Jorge Javier, Luis Alfredo, Juan Carlos y Sebastián”. Y luego me llamaban Chuchi para abreviar. Los marqueses querían que estudiara el bachillerato, para aprender los ríos y las montañas y todo eso que, cuando somos mayores, nos sirve para hacer crucigramas, pero a mí no me gustaba estudiar, así que me escapé y me metí de ladrón en una banda, pero lo tuve que dejar, porque me puse enfermo del estómago y todo lo que robaba lo devolvía.
Luego me puse a trabajar con un fotógrafo buenísimo que en las fotos te sacaba muy favorecido. Retrataba a un sargento de Infantería canijo y en la foto le salía un almirante de Marina con los ojos azules que daba gloria, pero un día me equivoqué y en lugar de poner el magnesio para una foto, puse dinamita y maté una boda. Bueno quedó un invitado, pero torcido, ni parecía invitado ni parecía nada, así que me fui a Londres y me coloqué de agente en Scotland Yard. Yo fui el que descubrí lo del asesino ese tan famoso que lo habrán oído nombrar, Jack El Destripador, que nunca lo he contado por modestia, pero se lo voy a contar a ustedes.
La cosa fue así. Resulta que apareció un hombre en la calle como dormido, pero como hacía más de un mes que estaba allí, dijo el sargento: “No sé. Mucho sueño para un adulto”. Entonces llamamos al forense, que ni era médico ni nada, pero como tenía un Ford le llamábamos El Forense. Vino corriendo, se acercó al tumbado, le dio seis patadas en los riñones y dijo: “Una de dos, o está muerto o lo que aguanta el bestia este”. Y estaba muerto. Entonces llamamos a Sherlock Holmes, vino con la lupa, le echó una mirada al tumbado y dijo: Ha sido Jack El Destripador, y dijimos: “¿Por qué lo sabe?” Y dijo: “Porque soy Sherlock Holmes y a callar todo el mundo”. Me enteré dónde se hospedaba Jack El Destripador, alquilé una habitación en el mismo hotel y como yo no soy partidario de la violencia, le detuve con indirectas. Nos cruzábamos en el pasillo y decía yo: “Alguien ha matado a alguien”. Al día siguiente nos volvíamos a cruzar y decía yo: “Alguien es un asesino”. Hasta que a los quince días dijo: “He sido yo, lo confieso, no me torture más”, y le detuve. Y lo de Londres lo dejé porque había mucha niebla y tenía que hacer la ronda palpando y me daba cada leñazo en la frente que dije: “Me voy a matar, mejor lo dejo”.Y lo dejé y ya me dediqué a esto que hago ahora.
Miguel GILA, Y entonces nací yo, Temas de Hoy, Madrid, 1995.