Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, erguido, hacía interiormente esta oración:
-Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo.
Por su parte, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos del suelo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
-Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador.
Os digo que éste bajó a su casa reconciliado con Dios, y el otro no. Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.
Lc 18, 10-14.