En la guerra de la Independencia, por esos azares de la historia, el pueblo soberano estuvo nuevamente en condiciones de tomar decisiones por vez primera desde que los comuneros fueran aplastados en Villalar, tres siglos atrás. Huérfana de reyes y libre de intereses dinásticos, España pudo trazar su propio destino. En Cádiz, única población que, debido a su condición casi insular, no había caído en poder de los franceses, se reunió un Parlamento de emergencia, las Cortes, y redactó la Constitución de 1812, inspirada en las ideas progresistas y liberales de la Revolución francesa. La Constitución limitaba los poderes del rey y otorgaba la representación del Estado a un Parlamento, sin privilegios para la Iglesia o la aristocracia, las dos columnas del antiguo régimen en las que se apoyaba la monarquía.
Paradójicamente, tanto los diputados de Cádiz como José Bonaparte pretendían el bienestar de España a partir de una mayor justicia social, la modernización del país y la abolición de los privilegios. Esta coincidencia en el programa fue fatal para los liberales porque, cuando se expulsó a los franceses, la reacción patriótica antiliberal, auspiciada por la Iglesia y los elementos más reaccionarios, fue terrible.
Juan ESLAVA GALÁN, Historia de España contada para escépticos, Planeta, Barcelona, 1995.