Un zopilote estaba mordisqueándome los pies. Ya había despedazado mis botas y calcetas, y ahora ya estaba mordiendo mis propios pies. Una y otra vez les daba un mordisco, luego me rondaba varias veces, sin cesar, para después volver a continuar con su trabajo. Un caballero, de repente, pasó, echó un vistazo, y luego me preguntó por qué sufría al zopilote.
—Estoy perdido —le dije—. Cuando vino y comenzó a atacarme, yo por supuesto traté de hacer que se fuera, hasta traté de estrangularlo, pero estos animales son muy fuertes... estuvo a punto de echarse a mi cara, mas preferí sacrificar mis pies. Ahora están casi deshechos.
—¡Vete tú a saber, dejándote torturar de esta manera! —me dijo el caballero—. Un tiro, y te echas al zopilote.
—¿En serio? —dije—. ¿Y usted me haría el favor?
—Con gusto —dijo el caballero— sólo tengo que ir a casa por mi pistola. ¿Podría usted esperar otra media hora?
—Quién sabe -le dije, y me estuve por un momento, tieso de dolor. Entonces le dije—: Sin embargo, vaya a ver si puede... por favor.
—Muy bien —dijo el caballero— trataré de hacerlo lo más pronto que pueda.
Durante la conversación, el zopilote había estado tranquilamente escuchando, girando su ojo lentamente entre mí y el caballero. Ahora me había dado cuenta que había estado entendiéndolo todo; alzó ala, se hizo hacia atrás, para agarrar vuelo, y luego, como un jabalinista, lanzó su pico por mi boca, muy dentro de mí. Cayendo hacia atrás, me alivió el sentirle ahogarse irremediablemente en mi sangre, la cual estaba llenando cada uno de mis huecos, inundando cada una de mis costas.
Franz KAFKA, El zopilote.