Isaac ASIMOV:
El 3 de abril de 1453 comenzó el sitio de Constantinopla. La arruinada ciudad ya no contaba con un millón de habitantes. Amontonada dentro de sus desmoronadas murallas, había una población de 30.000 personas, y no más; de éstas, sólo se podía contar con 5.000 para la defensa. Había 3.000 aliados occidentales más, los más eficaces de los cuales eran los genoveses, dirigidos por Giovanni Giustiniani. Contra los defensores, los turcos llevaron una fuerza de 80.000 a 100.000 hombres.
Aun con esta desigualdad de efectivos, el pueblo de Constantinopla todavía podía contar con sus maravillosas murallas, que habían resistido todos los intentos de ruptura por la fuerza (pero no por la traición, y en connivencia con quintas columnas situadas dentro de la ciudad) a lo largo de once siglos. Pero había aparecido algo nuevo en el mundo, y los días de los muros inexpugnables ya habían pasado.
Doscientos años antes, había llegado al Occidente desde China, traído tal vez por los mongoles. Se había perfeccionado ya una técnica mediante la cual se empleaba la explosión de la pólvora para hacer salir gigantescos proyectiles de largos tubos metálicos a gran velocidad.
Mehmed disponía del mejor cañón de este tipo que Europa había visto nunca. Comenzó a bombardear las murallas, utilizando balas de piedra que pesaban 1200 libras. Ante ellas hasta los muros más fuertes se agrietarían, desconcharían y derrumbarían.
Los defensores lucharon a la desesperada, con un valor digno de los mejores días del imperio. Luchaban durante el día y se reponían por la noche. El 18 de abril, rechazaron un asalto frontal de los turcos. Luego, el 22 de abril, el obstinado Mohammed hizo que arrastrasen sus naves a través de una estrecha lengua de tierra situada entre el mar y el Cuerno Dorado, y cuando los habitantes de Constantinopla se despertaron, descubrieron que estaban siendo bombardeados por los dos lados y que se encontraban aislados de cualquier posible salvación o abastecimiento por mar. Pero no se rindieron: esperaban un milagro que salvaría a su ciudad, tal como había ocurrido, una y otra vez en el pasado.
El bombardeo continuó, y el 29 de mayo Giustiniani fue herido en la mano. Aterrorizado, se retiró de la batalla, y sus genoveses con él, pese a las fervorosas súplicas de Constantino.
El 29 de mayo de 1453, Mehmed ordenó un último asalto. Cayeron las murallas, y los turcos entraron en tropel. Constantino XI se despojó de su insignia imperial, tomó las armas y se metió entre la masa de combatientes más próxima. Cayó y nunca se encontró su cadáver.
De este modo murió el último emperador romano de una línea ininterrumpida que se remontaba a Augusto, casi quince siglos antes, y a la fundación de la ciudad de Roma, veintidós siglos antes. Así cayó Constantinopla, con su undécimo Constantino, más de once siglos después de su fundación por el primero. Y si la ciudad había sufrido más de dos siglos de degradación, recuperó el valor y el ánimo para morir de la manera apropiada para una capital imperial que había conocido la gloria.
El saqueo de la ciudad no fue, ni mucho menos, tan grave como el realizado en 1204 por sus conquistadores cristianos (también es cierto que había menos que destruir); pero los nobles que habían preferido el turbante en lugar de la tiara fueron asesinados por órdenes del turbante. Los gloriosos mosaicos y ornamentos de Santa Sofía fueron blanqueados para que los piadosos ojos de los turcos no tuvieran que mirar los objetos idolátricos. Le añadieron minaretes y Santa Sofía se convirtió en una mezquita. Se cambió el propio nombre de la ciudad. Se la llamó Estambul.
Isaac ASIMOV, Constantinopla. El imperio olvidado, Alianza, Madrid, 1982.
Steven RUNCIMAN:
El sultán Mehmed había prometido a sus soldados tres días de pillaje, al que tenían derecho. Éstos se desparramaron por la ciudad. Una vez que sus tropas se abrieron camino a través de las murallas, insistió en mantener cierta disciplina. Los regimientos entraban uno tras otro tocando la música y ondeando las banderas. Pero una vez dentro de Constantinopla, todos se unieron en la caza salvaje del pillaje. En un principio no podía creer que hubiera terminado la defensa. Mataban a todos los que encontraban en las calles, tanto hombres como mujeres y niños, sin distinción. La sangre corría a raudales, regando las calles, desde las alturas de Petra hasta el Cuerno de Oro. Mas pronto se apagó la sed de carnicería. Los soldados se dieron cuenta de que los cautivos y los objetos de valor les reportarían mucho beneficio.
De los soldados que asaltaron la barricada o atravesaron por Kylókerkos, muchos se desviaron para saquear el Palacio Imperial en Blanquernas. Redujeron su guarnición veneciana y comenzaron a arramblar con todos sus tesoros, quemando libros e iconos una vez que arrancaron las cubiertas y figuras enjoyadas, y acribillando a machetazos los mosaicos y mármoles de las paredes en derredor. Otros se dirigieron a las iglesias, pequeñas pero magníficas, próximas a las murallas: la de San Jorge, cerca de la Puerta Carisia; la de San Juan, en Petra; y la graciosa iglesia del monasterio del Divino Salvador, en Chora, para despojarlas de sus reservas de láminas, ornamentos y cualquier otro objeto que podían arrancarles. En Chora no tocaron los mosaicos y frescos, pero destruyeron el icono de la Madre de Dios, la Hodegetría, la más venerable pintura en todo Bizancio, pintada –según decían los hombres– por el mismo San Lucas. Se la había sacado de su iglesia, cerca del palacio, al principio del asedio, para que con su bienhechora presencia, tan cercana, animase a los defensores de las murallas. Fue sacada de su marco y dividida en cuatro pedazos. Luego los soldados no cesaron en su violencia; unos penetraban en las casas vecinas, otros en los bazares y grandes edificios en el extremo oriental de Constantinopla.
Steven RUNCIMAN, La caída de Constantinopla, Espasa Calpe, Madrid, 1973.
Mika WALTARI:
"Vine aquí para morir en las murallas de Constantinopla. Dispuesto a dar la vida por todo lo que ya pasó, por todo lo que ningún poder en la tierra puede restaurar. Se acercan tiempos muy distintos; no siento el menor deseo de verlos."
"El sultán mantuvo, pues, su promesa de permitir a los griegos el libre ejercicio de su religión y la administración de su propia justicia. También nos concedió cierto número de iglesias para que pudiésemos celebrar nuestro culto; las restantes fueron convertidas en mezquitas a la mayor gloria del Dios del Islam.
En la ciudad de Pera, el sultán ha renovado las concesiones anteriores, en recompensa por su neutralidad, pero las murallas que dan al campo han sido derribadas y las casas de quienes huyeron selladas; si sus legítimos propietarios no las reclaman en el plazo de tres meses, pasarán a ser propiedad del sultán.
Muchos fugitivos han regresado a Constantinopla y el sultán prometió su especial favor a aquellos griegos que pudieran demostrar que eran de noble cuna. Pero la verdad es que a todos éstos los decapitó sin tardanza. Sólo se mostró piadoso con los pobres, permitiendo que cada uno trabajara en su oficio y para la reconstrucción del reino. Asimismo, fue clemente con los geógrafos, historiadores y técnicos del emperador, y los tomó a su servicio. Pero de los filósofos no dejó uno solo para muestra."
Mika WALTARI, El ángel sombrío, Plaza y Janés, Barcelona, 1964.