H. G. Wells: “History is a race between education and catastrophe”.

sábado, 26 de noviembre de 2011

2º CC.SS. - TEMA 4 - Carlomagno


Carlomagno pasa revista a sus tropas:
Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. Carlomagno tenía que pasar revista a los paladines. Ya hacía más de tres horas que estaban allí; era una tarde calurosa de comienzos de verano, algo cubierta, nubosa; en las armaduras se hervía como dentro de ollas a fuego lento. No se sabe si alguno en aquella inmóvil fila de caballeros no había perdido ya el sentido o se había adormecido, pero la armadura los mantenía erguidos en la silla a todos por igual. De pronto, tres toques de trompa: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire quieto como por un soplo de viento, y enmudeció en seguida aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, por lo visto, un roncar de guerreros oscurecido por las golas metálicas de los yelmos.



Finalmente helo allí, divisaron a Carlomagno que avanzaba, al fondo, en un caballo que parecía más grande de lo normal, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía un poco envejecido, desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros. Detenía el caballo ante cada oficial y se volvía para mirarlo de arriba abajo.

—¿Y quién sois vos, paladín de Francia?

—¡Salomón de Bretaña, sire! —respondía aquél en alta voz, alzando la celada y descubriendo el rostro acalorado; y añadía alguna información práctica, como—: Cinco mil caballeros, tres mil quinientos infantes, mil ochocientos servicios, cinco años de campaña.

—¡Cierra con los bretones, paladín! —decía Carlos, y tac-tac, tac-tac, se acercaba a otro jefe de escuadrón.



—¿ Y quién sois vos, paladín de Francia? —reiteraba.

—¡Oliverio de Viena, sire! —pronunciaban los labios en cuanto se había levantado la rejilla del yelmo. Y—: Tres mil caballeros escogidos, siete mil de tropa, veinte máquinas de asedio. Vencedor del pagano Fierabrás, ¡por la gracia de Dios y para gloria de Carlos, rey de los francos!

—Bien hecho, bravo por el vienés —decía Carlomagno, y a los oficiales del séquito—: Flacuchos esos caballos, aumentadles la cebada. —Y seguía adelante—: ¿Y quién sois vos, paladín de Francia? —repetía, siempre con la misma cadencia.

Italo Calvino, El caballero inexistente, Bruguera, Barcelona, 1985.


Roncesvalles:
Mientras combatía contra los sajones asiduamente y casi sin interrupción, tras disponer guarniciones en lugares convenientes de sus confines, atacó a España con él mayor aparato bélico que le era posible. Atravesado el obstáculo de los Pirineos, recibida la sumisión de todos los castillos y plazas fuertes que encontraba en su camino, regresó con su ejército incólume, salvo que le tocó en suerte, en el retorno, experimentar algo de la perfidia vasca.



Pues como el ejército marchara desplegado en largas filas, según lo exigía la estrechez del lugar, los vascos, tendiendo una emboscada en la parte más elevada de la montaña —pues se trata de un sitio ideal para tender emboscadas a causa del espesor de los bosques, que abundan allí—, se precipitaron a la hondonada y, atacando a la retaguardia que portaba la impedimenta y a quienes cubrían la marcha del grueso del ejército y acudían en socorro de la retaguardia, trabaron combate con ellos hasta matar al último hombre; luego, apoderándose de los bagajes, protegidos por la noche que caía, se dispersaron con la mayor rapidez en diversas direcciones. Ayudaban en esto a los vascos lo ligero de las armas y la naturaleza del terreno en que se desarrollaba el hecho; por el contrario, los francos luchaban en inferioridad de condiciones debido a lo pesado de sus armas y la desventaja de su situación en el terreno.



En esta batalla resultaron muertos Egiardo, senescal real, el conde de palacio Anselmo y Rolando, duque de la marca de Bretaña, junto con otros muchos. Y esta derrota no pudo ser vengada de inmediato, dado que el enemigo, una vez perpetrado el golpe, se dispersó de tal modo que no se pudo saber en modo alguno en qué parte del mundo se le podía encontrar.

Eginhardo, Vida del emperador Carlomagno.

Coronado emperador
El eco de las campanas calló cuando Carlomagno se arrodilló a rezar ante las columnas de pórfido y las estatuas de los santos y los ángeles que el difunto papa había mandado colocar sobre la cripta que guardaba la tumba de san Pedro. Durante aquella primera oración del año hubo recuerdos de los veintinueve años transcurridos en torno al gigantesco rey, de los hijos de Hildegarda, de la difunta Liutgarda...

Cuando se incorporaba tras la plegaria, León se acercó y le colocó una corona en la cabeza. El brillo de las velas parpadeó con luz delicada en sus joyas y las voces de todos los presentes exclamaron a coro: «¡A Carlos Augusto, coronado por Dios, grande y pacífico emperador de los romanos, larga vida y victoria!».



Dos veces repitieron el grito los clérigos y nobles de Roma, y los francos les
acompañaron. Carlomagno, al oírles, permaneció inmóvil. Entonces, León y los acólitos de la ceremonia desplegaron un manto de púrpura imperial, lo colocaron sobre sus hombros e hicieron una breve genuflexión para saludarle como césar, augusto y emperador de Roma. Tras esto, el Papa se encaminó al altar y en la iglesia se hizo de nuevo el silencio con la llamada a la misa. En la plegaria final de ésta, detrás del nombre de Carlos, se escuchó la palabra Imperator.

Harold LAMB, Carlomagno, Edhasa, Barcelona, 2002.