Sin dejar de temblar, la muchacha entró. El caballero la miró penetrar en la oscura cueva, de cuyo interior salía el hedor de cien cadáveres putrefactos. Dudó durante unos instantes. Agarró con más fuerza, si cabe, la espada y dio un paso adelante. La antorcha creaba extrañas sombras en las paredes de la cueva. Dio unos vacilantes pasos. Contempló lo que quedaba de una armadura terriblemente aplastada. Supo que allí dentro habitaba el horror. Sintió que los ojos de los senadores se clavaban en su espalda. El espanto de la cobardía. Toda la seguridad que le había acompañado hasta entonces desapareció. Pasó por su cabeza la idea de arrojar la espada, de huir. No sería menos cobarde que los senadores de la ciudad, que pagaban a los caballeros vagabundos para que mataran a la bestia, pero que nunca se habían atrevido a enfrentarse a ella. Durante unos instantes, un momento que pasó rápido, imaginó una vida en la que él no había entrado en la cueva. No se lo perdonarían jamás. Jamás. Viviría largos años de vergüenza. Por otro lado, la muerte sería rápida; le habían dicho que el demonio de la cueva mataba con su aliento. Pero aquella armadura aporreada le demostraba que no era así. Recordó a la valiente muchacha. Y musitó una oración. La antorcha iluminaba su camino.
Resoplaron aliviados cuando le vieron atravesar el umbral. En unos instantes, todo habría acabado. Hacía días que la fiera bramaba en el fondo de la cueva, signo inequívoco de que estaba hambrienta. Con un poco de suerte, la muchacha y aquel caballero extranjero la saciarían por una semana. Alguien propuso regresar a la ciudad. Pero por alguna razón, permanecieron allí, contemplando la boca de la cueva. Cualquiera podría pensar que esa no era la morada del demonio. “¿Cómo se llamaba?”, preguntó de repente el cronista de la ciudad, siempre atento a detalles nimios que a nadie más interesaban. Debía quedar reflejado su nombre. “Jorge, dijo que su nombre era Jorge”, susurró alguien.
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Resoplaron aliviados cuando le vieron atravesar el umbral. En unos instantes, todo habría acabado. Hacía días que la fiera bramaba en el fondo de la cueva, signo inequívoco de que estaba hambrienta. Con un poco de suerte, la muchacha y aquel caballero extranjero la saciarían por una semana. Alguien propuso regresar a la ciudad. Pero por alguna razón, permanecieron allí, contemplando la boca de la cueva. Cualquiera podría pensar que esa no era la morada del demonio. “¿Cómo se llamaba?”, preguntó de repente el cronista de la ciudad, siempre atento a detalles nimios que a nadie más interesaban. Debía quedar reflejado su nombre. “Jorge, dijo que su nombre era Jorge”, susurró alguien.
Andrzej NOWAK (ed.), Pequeña Polonia, El Olivo, Jaén, 2011.