Se cuenta que un ladrón fue a casa de un hombre rico con intención de robar. Subiendo hacia el tejado, llegó a una ventana por la que salía humo y se paró a escuchar, a ver si había dentro alguien despierto. Pero lo sintió el dueño de la casa y en voz muy baja dice a su mujer: «Pregúntame en alta voz de dónde me viene tan gran fortuna como tengo. E insiste mucho en saberlo». Entonces ella dice en alta voz: «Señor, ¿de dónde obtuviste tanta fortuna, sin haber sido nunca mercader?». Y él: «Guarda lo que Dios nos dio y úsalo a tu placer, y no preguntes cómo he logrado tanto dinero». Pero ella, como le había sido mandado,insistía más y más en saberlo. Por fin, como si se viera obligado a ello por la insistencia de su mujer, dijo así: «A ver si no descubres nuestro secreto a nadie: He sido ladrón». Y ella: «¡Me causa asombro que pudieras adquirir tan gran fortuna robando y no hayamos oído nunca decir mal de ti!». Y él, a su vez, dice: «Es que un maestro mío me enseñó un encantamiento para cuando, asaltando una casa, subiera hacia el tejado. Al llegar a la ventana debía cogerme con la mano a un rayo de luna y repetir siete veces la fórmula mágica, a saber 'saulem'; así, entraba por la ventana sin peligro, y cogiendo todo lo que de valor encontraba, arramblaba con ello; hecho esto, volvía a cogerme al rayo de luna hasta la ventana con todo lo robado y me lo llevaba a mi casa. Con tal arte logré la fortuna que tengo». Y dice la mujer: «Hiciste bien en decírmelo, pues cuando tenga un hijo, para que no se vea pobre, he de enseñarle tal encantamiento». Y díjole el marido: «Ahora déjame dormir, que tengo mucho sueño y quiero descansar». Y para engañar mejor al ladrón, empezó a roncar como si durmiera. Al oír todo esto el ladrón se alegró mucho y, diciendo siete veces la fórmula y cogiéndose con la mano a un rayo le luna, soltó las manos y pies y cayó por la ventana adentro de la casa, haciendo un gran ruido, y, pues que se había roto un brazo y una pierna, comenzó a gemir. Pero el dueño de la casa, como si fuera ignorante de todo, le dice: «¿Quién eres tú, que así caíste?». Al cual el ladrón: «Yo soy un desventurado ladrón que se fió de tus palabras falaces». A esto el hijo: «Bendito seas, que me has enseñado a evitar los consejos engañosos».
El filósofo dice: «Guárdate del consejo ázimo hasta que esté fermentado».
Pedro Alfonso, Disciplina clericalis.