H. G. Wells: “History is a race between education and catastrophe”.

miércoles, 28 de marzo de 2012

3º CC.SS. - TEMA 12 - El descenso a la mina



El primer viaje al fondo de la mina produjo en los nervios del neófito una ruda impresión, en la que el miedo, bravamente disimulado, hubo también su parte. Al atravesar el recinto minero, alumbrado por la luz violeta de la aurora, fue la curiosidad del nuevo cortador atraída por el espectáculo de la colmena jornalera, que zumbando y arremolinándose a la entrada del coto, la salvaba en montón para dividirse después en grupos que tomaban direcciones varias, según el lugar y faena a ellos correspondientes.

Iban unos grupos hacia los lavaderos, donde el vapor o la fuerza eléctrica ayudan a los trabajadores en el cernimiento y distribución del mineral; otros, a los lavaderos de brazo, donde el músculo es sola fuerza y la humana sangre único combustible; otros, pegándose a las vagonetas con apegamiento moluscular, las empujan por carriles angostos hasta engancharlas a las locomotoras que pitaban y recrujían, despidiendo chorros de vapor, coronándose de humo. Estos grupos penetraban en los talleres donde se funde el plomo y quema el aire, y la escoria líquida se arrastra por los quemantes canalillos en arroyos rubí; aquéllos, convirtiendo en bozal sus pañuelos, entraban en las cámaras condensadoras para recibir los besos mortales del arsénico; cuáles marchaban al desplate, a la purificación última del metal; quiénes, a las fábricas constructoras de balas, para moldear el plomo, para ponerlo a disposición de la muerte. Grupos borrosos se perdían en los desmontes, en las hondonadas, proyectando vagas e indecisas siluetas. El sol naciente, brillando como horno de salud bajo un cielo sin nubes, calentaba, vivificaba los seres y las cosas, proclamando, ratificando con el polen áureo de su luz la eternidad del mundo.

Aquel espectáculo, nuevo para el obrero, le obligó a detenerse. Quedó absorto en su contemplación, siguiendo con ojos y oídos, de par en par abiertos, el zumbido y la dispersión de la colmena. Un recio manotazo le sacó de sus contemplaciones.

-Aquí no venimos a ver; a trabajar venimos y a no desperdiciar minuto. Con que echa pa alante, aprendiz, que nos aguarda el pozo.

Era Bastián quien así hablaba. Jorge echó a andar tras él en dirección del cuarto inmediato a la boca del pozo, donde los mineros toman los candiles encendidos de manos del guardián y cubren sus cabezas para preservarse en lo posible de los pedruscos que desprenden las bóvedas y las paredes subterráneas, el duro sombrerote de cuero.

Jorge, al dirigir sus pupilas a la boca negra del pozo, en cuyos bordes se detenía como acobardada la luz tibia del sol, sintió que el miedo le empujaba hacia atrás. Retrocedió manifestando claramente en su gesto el temor que sentía.

-Cierto -murmuró a su oído con tono de burla Bastián-, cierto que algunas veces el cable se rompe y ¡cataplún! Tó envejece, hasta los cables, y, ya es sabido, los viejos no hacen cosa buena. Pero tú estás de suerte, al menos en este primer viaje; pués bajar en lo que hace hoy sin «canguis»; los cables son nuevos; los han renovao anteayer.

Y Bastián entró en la jaula de un brinco, riendo a carcajadas; los otros hombres de la cuadrilla, los antiguos, siguieron a Bastián; Jorge dio un paso, apretó el candil con sus dedos temblones y se enjauló como los otros.

Joaquín Dicenta, El hampón, Esplandián Editores, Madrid, 1993.