Sólo una vez cada cuatro años, aquellos griegos divididos en ciudades-estados en eterna pelea entre ellos, sentíanse hermanados por un vínculo nacional. Y este vínculo lo creaba el deporte con ocasión de los juegos de Olimpia.
“Así como el aire es el mejor de los elementos, como el oro es el más precioso de los tesoros, como la luz del sol sobrepasa cualquier otra cosa en esplendor y en calor, así también no hay victoria más noble que la de Olimpia”, escribía Plutarco.
“Así como el aire es el mejor de los elementos, como el oro es el más precioso de los tesoros, como la luz del sol sobrepasa cualquier otra cosa en esplendor y en calor, así también no hay victoria más noble que la de Olimpia”, escribía Plutarco.
La fecha de la fiesta era anunciada por mensajeros sacros. Miles y miles de hinchas procedentes de todos los rincones se ponían en marcha a lo largo de las siete carreteras que conducían a Olimpia, la principal de las cuales era la Vía Olímpica, camino arbolado que desde Argos hasta el río Alfeo discurría entre templos, estatuas, tumbas y bancales de flores. Podían encontrarse en él, del brazo, a atenienses y espartanos, e incluso grupos de filósofos en paz entre ellos. En el gran estadio, donde había sitio para cuarenta mil espectadores, el programa se iniciaba por la mañana, de amanecida, con un cortejo que surgía de uno de los vomitorios. La primera competición era la más sencilla, pero también la más popular y ambicionada; la carrera de los doscientos once metros. Seguía la carrera doble, o sea de cuatrocientos metros, y por fin el dólico o carrera de fondo de catorce kilómetros.
Luego se pasaba al atletismo pesado, con los luchadores, que han sido celebrados por la posteridad, como ejemplos de gracia y esbeltez. Seguía el pugilato, que no debía resolverse con caricias. Un anónimo epigramista apostrofó así a Estratofón, superviviente de un encuentro: “Oh, Estratofón, después de veinte años de ausencia de su casa, Ulises fue reconocido por su perro Argos. Pero tú, después de cuatro horas de golpes, intenta volver a tu casa y verás qué acogida te hace el perro. Ni siquiera él te reconocerá”.
Las primeras Olimpíadas terminaban aquí. Después, con los años y en vista del éxito, fueron prolongadas con las carreras de caballos en el hipódromo.
Después de la hípica, se volvía al estadio para el pentathlon, el más complicado y distinguido de los juegos. La prueba era combinada: salto, lanzamiento de disco, jabalina, carrera y lucha.
Olimpia siguió siendo la capital del deporte durante más de mil años, o sea desde el 776 antes de Jesucristo al 426 después de Jesucristo, cuando el emperador romano Teodosio II ordenó destruir el estadio.
Indro MONTANELLI, Historia de los griegos, Plaza y Janés, Barcelona, 1996.
Oda olímpica de Píndaro
El agua es bien precioso,
y entre el rico tesoro,
como el ardiente fuego en noche escura,
ansí relumbra el oro;
mas, alma, si es sabroso
cantar de las contiendas la ventura,
ansí como en la altura
no hay rayo más luciente
que el sol, que es rey del día,
por todo el yermo cielo se demuestra;
ansí es más excelente
la olímpica porfía,
de todas las que canta la voz nuestra,
materia abundante,
donde todo elegante
ingenio alza la voz, ora cantando
de Rea y de Saturno el engendrado,
y juntamente entrando
el techo de Hierón, alto, preciado.
Píndaro, Odas olímpicas (traducción de Fray Luis de León).