Fue el Palatino, donde se alojaron primero, con el propósito de poblar también en seguida las otras seis que se elevaban en torno.
Más, para poblarlas, tenían que nacer hijos. Y para ello, hacían falta esposas. Y aquellos pioneros eran solteros. Aquí, en defecto de historia, hemos de volver por fuerza a la leyenda, que nos cuenta lo que hizo Rómulo, o como se llamase el capitoste de aquellos tipejos, para procurarse mujeres para él y sus compañeros. Organizó una gran fiesta, tal vez para celebrar el nacimiento de su ciudad e invitó a tomar parte en ella a los vecinos sabinos (o quirites), con su rey. Tito Tacio, y sobre todo, a sus hijas. Los sabinos acudieron. Más, mientras estaban dedicados a apostar en las carreras a pie y a caballo, que era su deporte preferido, los dueños de la casa, muy poco deportivamente, les robaron a sus hijas y les echaron a ellos a puntapiés.
Nuestros antiguos eran muy sensibles en cuestiones de mujeres. Poco antes, el rapto de una de ellas, Helena, había costado una guerra que duró diez años y que acabó con la destrucción de un gran reino: el de Troya. Los romanos las raptaron a docenas y es, por tanto, natural que el día siguiente tuvieran que enfrentarse con sus papas y hermanos, que volvieron, armados, a recuperarlas. Se atrincheraron en el Campidoglio, pero cometieron el imperdonable error de confiar las llaves de la fortaleza a Tarpeya, una chica romana que, dícese, estaba enamorada de Tito Tacio. Abrió una puerta a los invasores, los cuales, gente caballeresca, por lo tanto, refractaria a toda traición, comprendieron la perpetrada en su favor y la recompensaron aplastando a la chica bajo sus escudos. Los romanos dieron más tarde su nombre a las rocas desde donde solían arrojar a los traidores a la patria condenados a muerte.
Todo acabó en un pantagruélico banquete nupcial. Pues las otras mujeres, en nombre de las cuales se había encendido la batalla, en cierto momento se interpusieron entre ambos ejércitos y declararon que no querían quedarse huérfanas, como habría sucedido si sus maridos romanos hubiesen vencido, o viudas, como habría ocurrido si hubiesen vencido sus papas sabinos. Y que ya era hora de dejarlo porque con aquellos maridos, aunque expeditivos y largos de manos, lo habían pasado muy bien. Más valía regularizar los matrimonios, en vez de seguir degollándolos. Y asi fue. Rómulo y Tacio decidieron gobernar juntos, ambos con el título de rey, aquel nuevo pueblo nacido de la fusión de las dos tribus, de las cuales llevó el nombre conjuntamente; romanos quirites. Y como que Tacio tuvo, acto seguido, la gentileza de morir, el experimento de reino a dos marchó bien aquella vez.
Indro MONTANELLI, Historia de Roma, Plaza y Janés, Barcelona, 1996.