Filipo, que había querido al pequeño Alejandro con un amor en el que había también mucho de orgullo, le había dado los tres mejores maestros de la época: el príncipe moloso Leónidas para los músculos, Lisímaco para la literatura y Aristóteles para la filosofía. El alumno no les decepcionó. Era bellísimo, atlético, lleno de entusiasmo y de candor. Aprendió de memoria, la Ilíada, de la cual llevóse desde entonces siempre consigo un ejemplar como libro de cabecera, y eligió como héroe preferido a Aquiles, de quien decíase que descendía Olimpia, su madre. A Aristóteles le escribía: "Mi sueño, más que acrecentar mi poderío, es de perfeccionar mi cultura". Pero también a Leónidas el estoico le daba muchas satisfacciones con su maestría de jinete, de esgrimista y de cazador. Le invitaron a correr en las Olimpíadas. Respondió orgullosamente: "Lo haría si los demás concursantes fueran reyes".
Cuando Alejandro supo que ninguno lograba domar al caballo Bucéfalo, acudió, montó en su grupa y no se dejó desarzonar. "¡Hijo mío —gritó Filipo, extasiado—, Macedonia es demasiado pequeña para ti!"
Otra vez, habiendo encontrado un león, le afrontó armado de un solo puñal en un duelo "de cuyo éxito —refirió un testigo— parecía depender la decisión de quién entre los dos había de ser el rey".
De dónde sacase aquella energía no se sabe, pues era sobrio y abstemio y solía decir que una buena caminata le daba buen apetito para el desayuno, y un desayuno ligero buen apetito para la comida.
Indro MONTANELLI, Historia de los griegos, Plaza y Janés, Barcelona, 1996.